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das Mystische 2.1

Una experiencia religiosa

Una experiencia religiosa

Sábado 14, a mediodía. Intento comer en paz y armonía con la familia, pero no hay manera. Entre pegar las voces de recibo a los pequeños bárbaros, ahuyentar la curiosidad de la gata y preparar el video para la correspondiente película (El sonido del trueno, en este caso, basada en un relato de Ray Bradbury), se me van amontonando los nervios en el estómago. De repente, justo cuando asoman las chuletas de cordero por la puerta del comedor, suena el timbre de la calle: es el presidente de la comunidad de vecinos. Llevo un par de meses intentando que me cierren un agujero provocado por un escape de agua y el hombre, al parecer, ha tenido una excelente idea. Viene de hablar con el fontanero (otro hombre ponderado, me explica, inteligente, también de excelentes ideas), y ha quedado con él en una cita definitiva que solucionará de todas-todas el problema: mañana, a las ocho, se personará en mi domicilio (el fontanero) y asunto concluido. El domingo, pienso yo, mientras el presidente me come sin compasión la oreja; a las ocho de la mañana. Este tío es gilipollas.

Siempre he imaginado a las comunidades de vecinos como una metáfora posmoderna de la imposibilidad del consenso. Si resulta completamente imposible poner de acuerdo a cuatro idiotas alrededor de pequeños problemas domésticos, ¿cómo vamos a conseguir el consenso necesario en temas de mayor enjundia autonómica, nacional o internacional? ¿Cómo vamos a hacer de los organismos supranacionales herramientas válidas para la solución de los problemas globales de la humanidad? ¿Cómo explicarle a los vecinos de mi comunidad que un consenso es racional si ha observado en su construcción una situación ideal de habla, si ha sido delimitado objetualmente y ha observado las reglas que rigen a los discursos? ¿Cómo explicarle al presidente de mi comunidad de vecinos que deje de comerme la oreja (por ejemplo) y que lea un poco más a Jürgen Habermas?

Domingo 15, dos horas después de las ocho de la mañana. Como cabía suponer el fontanero no ha aparecido (estará durmiendo la mona, supongo), por lo que intento comenzar el día con un espíritu más constructivo. El cabrón de mi hijo ha destrozado un chupa Nike Air, recién estrenada, en tan sólo veinte minutos; los veinte minutos que ha necesitado para tomar contacto con el mundo del arte (el arte del graffiti, en este caso). Intento, pues, refugiarme en la lectura (en la lectura no tengo la obligación de pegarme con nadie, mucho más allá de pegarme conmigo mismo); necesito un poco de aire. Michel Onfray, filósofo, lo tiene muy claro: la culpa de todo la tienen los monoteísmos: han llenado el mundo de sufrimiento. Si, como señala Azúa a propósito de Tratado de ateología (y de la interpretación que hace Onfray del opúsculo kantiano ¿Qué es la Ilustración) el proyecto kantiano de salvar a los humanos de la minoría de edad es ahora más urgente que nunca (puesto que ni una sola de las metas propuestas en este escrito de 1784 se ha alcanzado), la cosa está más complicada de lo que, en principio, podíamos esperar. Por lo demás, es acabar con la entrevista a Onfray, y con el artículo de Azúa, y es la propia realidad la que se encarga de confirmar la terrible sospecha. A través de mi ventana (y puedo jurarles que no se trata de una alucinación: ya no consumo drogas), el espectáculo se desarrolla con una transparencia a prueba de bombas. La comitiva cristiana o procesión cruza la puerta del templo y, entre cánticos, avanza como un zombi camino de la carretera; al parecer, ha llegado ya el fin del mundo (o la Semana Santa) y yo no me he enterado. Cuando vuelvo al sillón, algo más cansado, me asalta un miedo terrible. ¿Intentará, el presidente de la comunidad, comerme la oreja de nuevo? ¿Organizará este hombre una empresa de chapuzas varias, mano a mano con el fontanero? ¿Serán ambos cristianos y además gilipollas, o tan sólo gilipollas? Por lo demás, añadir que El sonido del trueno ha resultado bastante flojita (vamos que, como cabía suponer, prefiero el cuento original de Bradbury) y que, para curarme en salud, he tenido que recurrir a un clásico de los años 70’: La amenaza de Andrómeda, de Robert Wise, basada en un relato de Michael Crichton. Los efectos especiales son aquí de pesadilla, pero sale una científica miope, hippie y epiléptica, con la que se pasa un rato muy divertido.

1 comentario

sabbat o la autostopista de la curva -

Me has hecho recordar la última vez que yo estuve esperando por un fontanero. Le habría matado aquella mañana. Pero no lo hice y luego se vengó de mí dejándome cinco días sin ducha. Ten cuídado con ellos